El presupuesto básico del que vamos a partir nos obliga a considerar y cuadrar la calificación y naturaleza jurídica de la relación contractual que se origina entre el abogado y la persona que al mismo recurre en demanda de la prestación de sus servicios profesionales.
Es comúnmente aceptado que esta relación profesional es un arrendamiento de servicios, y éste se define como aquel contrato en virtud del cual el profesional se obliga a prestar sus servicios a la persona que los solicita a cambio de un precio cierto. A partir de la asunción de su compromiso, el letrado viene obligado a desplegar el ejercicio de su profesión con observancia de la más rigurosa y estricta diligencia, conforme a la lex artis, sin que ello implique necesariamente la garantía del éxito de la pretensión deducida.
El CC define el contrato de arrendamiento de servicios en el art. 1.544 configurándolo como aquel por el que una de las partes se obliga a prestar a la otra un servicio por precio cierto naciendo, a partir de entonces, dos obligaciones de carácter recíproco: la prestación de un servicio independientemente del resultado que se obtenga al final y el pago de una cantidad cierta calculada conforme a unos honorarios que tendrán en consideración, en cualquier caso, aspectos relativos a los desplazamientos efectuados por razón de estos servicios, complejidad del caso encomendado, horas de dedicación, actuaciones ante los juzgados y tribunales, etc.
La STS de 23 de febrero de 2010 recuerda, al hilo de esta cuestión, el hecho de que la doctrina haya establecido que la obligación del abogado -sentado que comparte una obligación de medios y no de resultados-, le exige desplegar sus quehaceres con el máximo de diligencia, en armonía con la lex artis que presupone los deberes de informar de los más y los menos, de los riesgos o conveniencia o no del acceso judicial, de las costas que pueden derivarse del proceso, de los porcentajes posibles de éxitos y fracasos. Amén de ello, existe un indudable deber de lealtad y honestidad, respeto y escrupulosa observancia de las leyes rituarias y de aplicación al caso.
La diligencia exigible al profesional no es solamente la de un buen padre de familia, sino también la ejecución óptima del servicio, expresión por la que debemos entender la implicación de la adecuada preparación profesional y el correcto y exquisito cumplimiento.
Desde que se reúnen en esta relación los atributos de validez y de perfeccionamiento, los contratantes quedan obligados en virtud del art. 1.258 CC al cumplimiento de lo pactado y, además, a todas las consecuencias que del vínculo contractual se deriven.
De este modo, la resolución unilateral puede conllevar la estimación de la pretensión de la parte perjudicada, caso de que la misma haya tenido lugar sin justa causa y sin respetar lo expresamente pactado, como por ejemplo se da en el caso analizado por la SAP de Madrid de 19 de octubre de 2010, en el que el letrado demandaba a su cliente por resolución unilateral carente de causa y por no respetar el plazo de preaviso mínimo que ambas partes habían convenido.
Contra la resolución de instancia que había resultado estimatoria de las pretensiones del letrado, recurrió la entidad demandada alegando la ausencia de cláusula penal en el contrato.
La Audiencia de Madrid confirma la sentencia de instancia, entre otras razones, porque considera que la juzgadora a quo ha realizado una impecable valoración de la prueba, de la que no se desprende la existencia de desidia y desatención por parte del profesional en el ejercicio de sus funciones.
El art. 1.101 CC determina la sujeción a la indemnización de daños y perjuicios a quienes en el desempeño de sus funciones incurran en dolo, negligencia o morosidad o a quienes de cualquier modo contravengan el tenor de las obligaciones asumidas.
Por lo que atañe a la responsabilidad civil del abogado, si partimos del Estatuto General de la Abogacía dispone el mismo que los letrados quedan sujetos a responsabilidad civil cuando por dolo o negligencia causen daño a los intereses cuya defensa les fue encargada. También quedan sometidos a responsabilidad penal por los delitos y faltas que cometan en el ejercicio de sus funciones (art. 73).
A la relación que vincula a ambas partes, y por lo que en concreto atañe a la parte profesional a quien se ha encargado la defensa jurídica de un asunto, resulta igualmente de aplicación la definición de culpa contenida en el primer párrafo del art. 1.104 y la sujeción a la reparación de los daños y perjuicios que determina el art. 1.101 del reiterado Código Civil.
El Estatuto General de la Abogacía sienta, por su parte, los deberes de los abogados. Dichas obligaciones son, aparte de las emanadas de la relación contractual propiamente dicha, la del cumplimiento con la máxima diligencia de sus quehaceres desprendidos de dicha vinculación y el mantenimiento del secreto profesional. El incumplimiento del deber de secreto profesional conlleva la aplicación de las consecuencias que resulten de las exigencias técnico-deontológicas y morales, una de las cuales consiste en la aplicación de la exigencia de responsabilidad civil.
En concreto, el art. 30 de dicho Estatuto consagra como deber fundamental de todo abogado la cooperación con la Administración de Justicia en las funciones de asesoramiento, conciliación y defensa de los intereses que le sean confiados, sin que en ningún caso la tutela de dichos intereses pueda justificar la desviación del fin de justicia a que la Abogacía se encuentra ligada.
El art. 32, por su parte, y en relación con lo dispuesto en el art. 437.2 LOPJ, establece el deber de secreto profesional.
De aquellas obligaciones emanan, a continuación los siguientes derechos recogidos en el art. 33 del Estatuto regulador de la profesión, entre los que se encuentran: el derecho a actuar con libertad e independencia sin más límites que los estrictamente legales, éticos y deontológicos y el uso de cuantos remedios y recursos establezca la normativa vigente para el desempeño de sus funciones de defensa.
Teniendo en cuenta que, como se ha apuntado anteriormente, la relación profesional nacida del arrendamiento de servicios queda al margen del resultado exitoso o no de la operación, es evidente que la “diligencia” desplegada por el letrado deberá ser valorada correspondiendo la prueba de la existencia o idoneidad de la misma al propio cliente que reclama la indemnización de daños y perjuicios. Ni qué decir tiene que dicha diligencia no puede enlazarse necesariamente con el hecho de que un asunto no haya sido ganado.
En este sentido podemos reparar en la STS de 31 de marzo de 2010 que efectúa una amplia fundamentación jurídica a la hora de examinar minuciosamente los motivos sobre los que se sustenta el recurso.
El Alto Tribunal, haciéndose eco de otra resolución anterior de 7 de abril de 2003, recuerda que la relación contractual entre abogado y cliente deriva de la prestación de servicios cuya obligación esencial del primero es la de llevar la dirección técnica de un proceso, como obligación de actividad o de medios, no de resultado.
En la STS de 27 de mayo de 2010 se afirma que resulta evidente que el abogado demandado con su comportamiento negligente privó al actor de la ocasión de someter al análisis judicial su pretensión con lo que, además de frustrar dicho interés, impidió a su cliente obtener la tutela judicial efectiva consagrada como derecho fundamental por el art. 24.1 CE.
Dicha sentencia recuerda diversas resoluciones del propio Tribunal que sientan aquello de que la jurisprudencia exige para apreciar la responsabilidad civil del abogado que el resultado lesivo se concrete, como mínimo, en una pérdida de la oportunidad del buen éxito de la acción suficientemente justificada que no concurre cuando existe la posibilidad de reparar el daño mediante el recurso o acciones posteriores.
Continúa diciendo el Alto Tribunal que resulta aplicable la doctrina que proclama que el juicio de imputabilidad en que se funda la responsabilidad del profesional de que se trata, demanda tener en consideración que el deber de defensa no entraña una obligación de resultado, sino una obligación de medios, y concluye textualmente con esta interesante reflexión: “La propia naturaleza del debate jurídico que constituye la esencia del proceso excluye que pueda apreciarse la existencia de una relación causal en su vertiente jurídica de imputabilidad objetiva, entre la conducta del abogado y el resultado dañoso en aquellos supuestos en los cuales la producción del resultado desfavorable para las pretensiones del presunto dañado por la negligencia de su abogado debe entenderse como razonablemente aceptable en el marco del debate jurídico procesal y no atribuible directamente, aun cuando no pueda afirmarse con absoluta seguridad, a una omisión objetiva y cierta, imputable a quien ejerce profesionalmente la defensa o representación de la parte que no ha tenido buen éxito en sus pretensiones.”
El criterio que deberá imperar en estos casos es el de valorar si la actuación llevada a cabo por el letrado ha frustrado o no y en qué medida el derecho de su cliente a la obtención de la tutela judicial efectiva, y consecuentemente, el acceso a un proceso con todas las garantías.
Arantxa Hernández Escrig (Abogada)